martes, 22 de septiembre de 2009

EL PAPEL DEL ‘DESARROLLO HISTÓRICO - SOCIAL’ EN LA TRANSFORMACIÓN DEL GRAN PADRE EN UN SIMPLE “PA”

Mi tia Carmenza de 56 años se refiere a mi fallecido abuelo con el apelativo de ‘Padre’, y le describe como una persona de carácter recio, quien rara vez toleraba una desobediencia o una pataleta. Un hombre del campo, menudo pero muy fuerte, que araba la tierra con ayuda de bueyes, que se sentaba siempre y a la misma hora en la silla principal del comedor familiar, que consumía agua proveniente de un arroyo y cuyos alimentos eran producidos en la misma tierra en que nacieron y en aquel entonces habitaban, un apartado caserío en un municipio cundinamarqués. Mi tía (junto con mi madre y sus otros 8 hermanos), fueron para mi familia materna la generación ‘crack’ (Si se me permite el uso del término, lo acuño para referirme al momento en que el modelo de familia nuclear tradicional, se rompió ), aquella que decidió migrar a la gran ciudad en busca de mejores oportunidades. Llegaron a Bogotá a finales de los años 60’s con unos cuantos corotos y un millón de ilusiones. Aquí trabajaron, estudiaron, se enamoraron, se casaron por la iglesia, vivieron en arriendo y luego compraron casa, tuvieron hijos, visitaron con regularidad a sus padres en aquel humilde pueblito, hasta que todos los hermanos llegaron a un acuerdo: traerían a los abuelos a la capital. Si para la generación del crack había sido todo un reto acostumbrarse al ruido, a tomar bus, a subir ascensores, a las enormes distancias, a los ladrones, los atasques de tráfico, la polución, el individualismo, la permanente desconfianza del otro y todo lo demás que conlleva cambiar tan radicalmente de ambiente vital, solo imagínense lo que significaba para mis abuelos (en paz descansen hoy Doña Brígida y Don Marco Lino), el cambiar el horno de leña por un microondas, el grito desde el lomo de una mula, hacia un sembrado de fríjol verde, por un sofisticado teléfono celular de botones y números diminutos, el deliberar entre ponerle a su hijo Luis o Antonio, para tener que aprender los impronunciables y extraños nombres de sus nietos y biznietos (Angela, Steven, Alexander, Freddy, Johanna, María Camila… entre otros), por no decir sus versiones reducidas (Angie, Tive , Alex, Teddy, Johis, Mariaca…), de sorprenderse cuando en la oficina de registro del pueblo, una señorita (de casi 50 años), manejaba con destreza una máquina de escribir marca ‘Remington’, a presenciar como Pipe (uno de sus minúsculos y traviesos biznietos), hablaba sin pronunciar palabra, con sus amigos (un par de mocosos de la misma edad y estatura), a través del dichoso computador y por algo que jamás pudieron comprender y que la más reciente generación solía llamar “messenger”. Si alguno de los lectores tiene alrededor de 30 años y es colombiano, para colmo de clase media como yo, encontrará cierta identificación entre su historia familiar y la mía. Es posible que la generación ‘crack’, no haya sido la de sus padres y tíos, sino la de sus abuelos. Que sus primos no se llamen Steven, ni Johanna, sino Juan Esteban y Susana. Que sus abuelos hayan estudiado en la universidad, o que jamás hubieran salido de aquel pueblito. Pero en algún momento, parte de su familia migró hacia las ciudades y entonces todo cambio, entre otras cosas y de las más importantes, la autoridad parental (sus figuras, su concepción, su ejercicio). Precisamente del cambio en la autoridad me voy a ocupar en las siguientes líneas, inspirado en un interesante artículo del periodista Daniel Samper Pizano[1], aparecido en una publicación nacional y titulado ‘¡Cómo era de bueno ser padre!’. Aunque dicho artículo, el cual les invito cordialmente a leer y analizar con detenimiento, tiene una faceta divertida, encierra en sí una verdad que asusta: “en su afán de entender a sus hijos, los padres actuales han perdido gran parte de la autoridad sobre ellos, al punto que los roles parecen estar invirtiéndose”. Los padres de antes (me refiero a la generación de nuestros abuelos o bisabuelos), eran la personificación de la autoridad; simplemente había que hacer lo que ellos decían, era necesario pedirles permiso para casi cualquier cosa, ellos decidían qué hacer y cuándo. Y todo esto sucedía por dos razones, la primera es que así los habían criado (la escuela, la moral cristiana, sus vecinos y modelos cercanos y sus propios padres) y la segunda es que tenían claro que establecer unas normas y hacerlas cumplir, era la mejor manera de conservar el control sobre su importante cantidad de hijos. Se les solía llamar padres, y dicho apelativo connotaba un profundo y sincero respeto y sumisión. Y quiero aclarar que el término ‘padres’ es extensible tanto a la mujer como al hombre cabezas de familia, pues hay de aquel que osara irrespetar a una madre de palabra (le esperaba una fuerte cachetada que acallaba la atrevida vociferación). Técnicamente hablando, imperaba la heteronomía (regirse por las normas que otro establece). Pero los tiempos cambiaron, y mientras nuestros padres pasaban de bajar los duraznos (con autorización de la abuela o el abuelo, claro está) de uno de los árboles de la finca, a comer duraznos enlatados y artificialmente almibarados un año atrás en otro país, la palabra padre comenzó a perder peso, por culpa de fenómenos sociales como que las madres se fueron a trabajar (aunque sus abuelos y padres hubieran nacido en una ciudad, es muy probable que su Señora Madre, como la mía, haga parte de la primera generación de mujeres que salieron de casa para irse a trabajar en empresas o en servicios independientes, diferentes al trabajo del hogar) y dejaron a sus hijos al cuidado de un extraño o incluso de un televisor o un teléfono; los psicólogos por su parte comenzaron a hablar de las nefastas consecuencias de la dominación parental al punto de prohibir terminantemente cualquier forma de maltrato (proponían que en lugar de vivir bajo el control y dominio heterónomos, los seres humanos tuvieran la libertad de hacerse autónomos), y como si fuera poco que muchos hombres dejaron de asumir su responsabilidad parental, más allá del aporte biológico, dejando en manos de la mujer, las responsabilidades que antes eran de los dos. Fue en algún momento entre tantos y tan turbulentos cambios, cuando la nueva generación de hijos (a distancia), dejó de utilizar los términos ‘padre’ y ‘madre’, para transformarlos en ‘papá’ y mamá’, un cambio mucho más allá de lo idiomático, pues ya la palabra de los papás era fácilmente cuestionable (sobre todo a partir de la adolescencia), al punto que un papá pasó de ser ofendido por los gritos de su hijo, a convertirse en el ofensor por negarse a dejarlo ir a un ‘after party’. Los padres de la generación crack estaban muy ocupados trabajando y lo último que querían era entrar en conflicto con sus hijos y encontraron entonces otra forma (aparentemente más inteligente) de no perder el control sobre ellos: cediendo. Y los hijos que no eramos bobos, pues nos aprovechamos de la indefensión y confusión de los papás para hacerlos ceder cada vez más, sin darnos cuenta de que no estábamos preparados para asumir enteramente el control sobre nuestros actos. Entonces las cifras de embarazos prematuros, abortos inducidos, consumo de sustancias psicoactivas legales e ilegales, adicciones a los videojuegos, al internet y otras cosas, sexo prematuro e irresponsable, noviazgos y aparejamientos sin normas, familias sin madre, sin padre, sin hijos, soledad e intentos de suicidio, entre muchas otras problemáticas, se dispararon. Y como si fuera poco, pasado un tiempo los hijos de esa generación también se hicieron papás, y replicaron ingenuamente el modelo de crianza que vivieron de niños, pero tratando de darles a sus hijos todo lo que ellos no tuvieron y permitiéndoles aquello que sus papás no les permitieron a ellos. El resultado fue aún mejor que el anterior. Papá e hijo se hicieron amigos, al punto que dejaron de ser papás para convertirse en papis. Un término claramente blandengue, condescendiente y falto de carácter. Los resultados apenas los estamos viviendo (no sé si padeciendo). Recientemente estuve viviendo en una ciudad pequeña de nuestro país. Confieso que me dio tristeza y nostalgia por mi propia experiencia, ver a niños y niñas (de entre 14 y 17 años, muy bien vestidos, socialmente desenvueltos, y muy alegres y pintosos, como suelen salir ahora) entrando a bares sin control alguno de los propietarios del lugar, ni de las autoridades locales, ni mucho menos de sus papis; y allí, pues lo esperable: trago a granel, niñas que besaban a más de un niño en la noche, niños que hacían lo propio con las lindas niñas del lugar, música reggaetón a altos decibeles, que los niños bailaban muy, muy pegaditos y con movimientos sexualmente insinuantes. ¿Cómo irán a actuar estos niños cuando sean jóvenes o adultos?, ¿Qué lo que están haciendo hoy sus papis?, me pregunté. Será que el volver a ser padres es el camino; en cualquier caso es preciso que nos llamen diferente, que nos vean diferente (sobre todo a quienes son padres), y está en nuestras manos que así sea. Mi hipótesis es que las personas se refieren a ti, de acuerdo a como te perciben, a lo que significas para ellas (mijo me dice mi madre, que bonito, me considera su hijo; en tanto que una gran amiga me dice ‘flaco’, mmm… no sé bien cómo interpretar eso). Aquello que se concibió como una revolución social, como el esperado y esperanzador comienzo de la autonomía (capacidad de cada ser humano para regirse de acuerdo a sus propios principios, sin desconocer las consecuencias de su actuar sobre los demás y sobre la sociedad), se convirtió más bien en una anomía (actuar en ausencia de normas o en desconocimiento de las mismas). Las consecuencias de tal desfiguración no se hacen esperar y se evidencian a diario: en el transporte público (cuyas vías son pagadas con aportes de los contribuyentes y con deuda pública pero enriquecen a manos privadas), cualquiera ocupa la silla preferencial, la preferencia está dada más por la belleza, el poder económico y las influencias que por otra cosa, el poder económico y las influencias permean las leyes, las leyes ayudan a las personas a inventar movidas para no declarar sus ingresos reales y así evadir o eludir responsabilidades legales e impuestos, la plata de los impuestos se despilfarra en armas y contratos dudosos a manos de personas corruptas e irresponsables, la corrupción e irresponsabilidad son ‘castigadas’, con penas irrisorias, penas que hacen que la gente no crea en la justicia, la justicia se va de paro para exigir aumentos salariales, los salarios no alcanzan y mucha gente prefiere robar a trabajar, el trabajo escasea y es de baja calidad, mientras el robo abunda y hasta se volvió culpa del robado el que lo roben, robados se sienten los usuarios del sistema de salud pública, pues para cualquier mal les mandan un acetaminofén y una loratadina, la loratadina causa efectos secundarios y secundarias son las urgencias para las clínicas que por quienes pagan medicina prepagada tienen preferencia, y la preferencia pues... Vuelve a iniciar un espiral vicioso. Y en la familia parece originarse gran parte de dicha cadena (si al interior de la misma no se establecen y se regulan normas que fijen límites a los hijos, si no se dialoga con los hijos y se les escucha, si los padres están ausentes gran parte del tiempo, si no les exigen y si no les dan buen ejemplo), por lo que me parece urgente hacer algo, y pronto. Porque a varios de mis conocidos que tienen veinte y tantos y ya son padres, sus hijos les llaman ‘pa’ o ‘ma’ (lo que yo pensaba que era una forma perezosa de decir ‘padre’ o ‘madre’, puede llegar a referirse a ‘parce’ o ‘marica’). Y a usted, apreciado lector, ¿cómo lo llaman sus hijos?, y ¿cómo cree que lo llamarán sus nietos? Mauricio Gómez Pedraza Psicólogo
[1] Puede consultar el citado artículo en: http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-5407247